Un #Evento en la #Época del #GranCapitán


Revista Abanico Ed.11
Sección: El Bargueño
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En nuestra edición anterior viajamos 459 años atrás en el tiempo y asistimos al matrimonio de María I de Escocia con el Delfín de Francia, quién posteriormente se convertiría en el rey Francisco II.

Ahora asistiremos a otro evento del pasado, nos trasladamos a la villa amurallada de Atella, al sur de Italia, a la hoy región de Campania y veremos como el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, organizó un evento para engañar a los franceses.

En Atella, Gonzalo Fernández de Córdoba fue por primera vez aclamado como Gran Capitán, por esto escogió esta villa para refugiarse de los franceses que dominaban la región. En este momento de la historia, el Gran Capitán pasaba por momentos difíciles: el rey Fernando de Aragón no le enviaba refuerzos ni dinero y en las misivas que él enviaba le pedía que utilice sus buenas maneras para tranquilizar a su ejército y para buscar la mejor manera de enfrentar a los franceses.


Los franceses sabían que era cuestión de tiempo para que el Gran Capitán y su ejército caigan. Y de esto se dio cuenta también Gonzalo al recibir noticias de que los gendarmes franceses recorrían los campos a sus anchas, como Ivo d´Allegre que hacía lo que quería en toda la Capitanata (Apulia) junto a Luis d´Ars y sus temibles espadas: Pocquieres, Tardieu, Gilberto de Chaux o Pierre Bayard el llamado “caballero sin miedo y sin tacha”. Debido a esta situación Luis d’Armagnac, conde de Guisa, duque de Nemours y virrey de Nápoles, quería reunirse con Gonzalo y llegar a una tregua.

Pero el Gran Capitán no lo tenía todo perdido, la suerte que siempre le acompañó esta vez tampoco lo abandó. Recibió noticias que el jorobado Pedro de Paz había entrado en Manfredonia, una comuna de Apulia y ahora controlaba el río Ofanto, por lo que sus dos objetivos estaban logrados, controlar Manfredonia y Tarento.

Así que con esto en mente Gonzalo Fernández de Córdoba decidió reunirse con d’Armagnac y aprovechar este encuentro para engañar al enemigo. Su idea, preparar un gran evento, a su modo, con lujo y elegancia, para así hacer parecer que a él y a su ejército no le faltaba nada. Supo que el virrey francés estaba cerca, en la villa de Melfi y decidió acordar el punto de reunión en una ermita a medio camino de las dos poblaciones.


No debía retrasarse en los preparativos por lo que llamó a su criado principal y le puso al tanto de sus ideas y pensamientos. Para entrevistarse con el duque de Nemours había que organizar muchas cosas, una misa, una abundante comida, conseguir músicos para poder bailar hasta el amanecer. El único que estaría en desacuerdo al escuchar todo esto sería el despensero, o eso esperaba el Gran Capitán.

El 4 de abril de 1502 Gonzalo Fernández de Córdoba conoció a Luis d’Armagnac. Si al Gran Capitán no le hubieran dicho que el joven que estaba parado frente a él era uno de los más grandes generales de Francia, lo habría confundido con un jovenzuelo de la aristocracia sin elegancia y sin cabeza. Detrás de él formaban los demás generales que Gonzalo conocía bien, entre ellos Pedro Bayardo. Sentían una admiración mutua, por lo que el Gran Capitán saludo con d’Armagnac de forma rápida y cruzó cómplices miradas con Bayardo, causando una risa generalizada entre los presentes.

El plan de Gonzalo consistía en no mostrar a los franceses la precariedad de su situación. Había mandado a arreglar junto a la ermita un lugar donde reposaban muchos mapas del lugar, varias recopilaciones de las leyes del Reino y todo lo necesario para poder analizar sin dificultades el confuso tratado Granada-Chambord que fue firmado en 1500 y era una alianza militar entre Luis XII y Fernando el Católico para repartirse el territorio de Sicilia Citerior que era gobernado por Federico, rey de Nápoles.


Él mismo se había engalanado con sus mejores trajes. Le gustaba vestir a la morisca, por eso decidió ponerse un jubón de color rojo vivo, el color de la última dinastía musulmana que dominó el Reino de Granada, cuyo último sultán Boabdil fue vencido por el Gran Capitán. Debajo llevaba una camisa de mangas acuchilladas, en su cabeza un bonete elegante y calzas de satín de un tono amarillo. Su coraza estaba cubierta con una sobreveste, túnica, que llevaba bordado su complejo escudo de armas. Sobre sus hombros un manto engalanado con piel de martas cibelinas. El francés había notado que su oponente vestía mejor que él, que llevaba un sombrero de largas plumas, un manto de brocado de seda cubría su armadura y un broquete, escudo, con bandas de oro colgaba de su brazo derecho. Gonzalo sí se había dado cuenta de este detalle y esto era solo el inicio.

Al terminar la misa solemne en honor a San Antonio, el Gran Capitán invitó al duque de Nemours y a sus acompañantes a pasar a la mesa porque el banquete estaba a punto de iniciar. Pidió a uno de sus coroneles que haga sonar trompetas, pífanos y chirimías para anunciar el inicio del agasajo. El despensero y sus ayudantes habían colocado largos tablones montados sobre caballetes, con bancos, cofres, sillas y todo lo que podía servir como asiento a los dos lados. En los lugares que ocuparían las damas, se incluyeron cojines. Sobre los tablones estaban puestos manteles, los más lujos y elegantes, todos pedidos prestados de las casas más señoriales de Apulia. En un lugar un poco más separado se había colocado de igual manera tablones, este espacio serviría para apoyo de la vajilla y la cristalería. 

En la mesa donde se sentarían los personajes más importantes, el marino y militar Pedro Navarro había mandado a hacer a sus constructores un estrado con gradas, con el fin de brindar a cada invitado una altura diferente con respecto a su título. El lugar que ocuparían Gonzalo y Luis estaba identificado con un dosel adornado con cortinaje y un elegante paño como fondo. El despensero había colocado velas en todos los lugares con un exquisito detalle, creando un ambiente más parecido al de un palacio que al de una comida en tiempos de guerra. Unas palmadas sonaron e ingresaron los músicos encargados de deleitar a la concurrencia.

Ver a los músicos alegró al Gran Capitán y no podía contener la risa al ver al párroco de San Vito de Atella que se había ofrecido como director de orquesta. Además de los instrumentos habituales en un ejército, se podía ver una buena cantidad de instrumentos llegados de Manfredonia y Barletta, un arpa, laudes, vihuelas, flautas dulces y el párroco con su clavicémbalo.

Los pajes de la gente de armas eran ahora los mozos de servicio, bien entrenados con antelación hicieron su entrada triunfal con grandes bandejas llenas de manjares que las depositaron en los arcones que servían como mesas de servicio, donde los más aseados y pulcros cocineros cortaban la carne y la colocaban sobre pan y distintas salsas. Mientras tanto, el resto servía a los comensales frutas y pasteles como entrada. Como era costumbre estos pasaron desapercibidos a la espera de lo que venía a continuación que era un manjar blanco con perdices y un potaje delicioso colocado en tazones de plata veneciana. Sin embargo todos esperaban la carne. Se empezó a servir el asado de varias carnes, el mirrauste con sal de mostaza, había carne de vaca, conejo, gallina, carnero, capones y cecinas variadas. Todos comieron con un apetito voraz, los cocineros del ejército de Gonzalo se habían esmerado. Algunos abusaron de lo servido y no pudieron más cuando aparecieron los copones rellenos, el pastel de tórtolas y códices, las cazuelas, las tortas y el manjar en sartén. Posteriormente se pasaron los postres, quesos variados, peras, manzanas, rosquillas, tortas, natillas, quesadas de leche de oveja, pasteles de nueces y almendras. Mientras esto sucedía, enanos, bufones y albardanes animaban el festejo con sus danzas, trucos y agilidades, el mismo Gran Capitán se había encargado de este detalle mandando a buscar a todos estos en Manfredonia y Atella.


Con ojos avizores Gonzalo miraba a los franceses, por el momento según documentos eran sus amigos, pero él ya los tenía como enemigos. Habían cogido el anzuelo, ellos creían que serían recibidos con penurias y hambres, pero al ver el despliegue ingeniado por el Gran Capitán nadie salía de su asombro.

Pero faltaba más. Al anochecer se encendieron antorchas colocadas con detenimiento en puntos estratégicos, se alumbró el estrado engalanado con cintas de colores, y los músicos nuevamente empezaron a tocar para el gran baile nocturno. Para agrandar la orquesta se había traído a todo aquel que sepa tocar un instrumento, los había de todo, sin embargo todos encajaban perfectamente gracias al párroco que no dejaba de dirigir su improvisada orquesta.

Mientras el vino corría a raudales, Gonzalo y Luis se observaban detenidamente, intercambiaron naderías en francés y luego discutieron un poco cuando d’Armagnac se quejó del comportamiento de la soldadesca española en el campo de batalla. El Gran Capitán con voz decidida dijo al francés que si ellos no estarían en suelo español nada de esto sucedería. Al mismo tiempo Gonzalo apaciguó las cosas diciendo que mañana los expertos revisarían el tratado y que cosas buenas saldrían de esto, que mejor continúen disfrutando del agasajo.

Entrada la media noche, ya cuando el vino había hecho su trabajo, se sirvieron colaciones, dulces de almendra, pastas reales, conservas de lima, duraznos, dátiles, peras, fruta verde toda servida en charoles que los mozos pasaban entre los invitados sin que estos dejen de conversar, beber y bailar. Gonzalo extrañaba a su esposa, María Manrique, ella sí que sabía bailar.

Después de 12 días y sin llegar a un acuerdo d’Armagnac regresó a Melfi, estableciendo una tregua que duraría hasta que se decidiera de una vez los nuevos términos del trato. Gonzalo Fernández de Córdoba hizo lo mismo, regresó a Atella, pero antes envió órdenes que todos se reúnan en Barletta, donde sería el nuevo cuartel general español.


Luego de esta demostración de astucia y gran tino para organizar y diseñar un evento, los franceses cambiaron su parecer de los españoles y del Gran Capitán.

La historia nos cuenta que un año después, el 28 de abril de 1503, se libró la batalla de Ceriñola entre los ejércitos del Gran Capitán y de Luis d’Armagnac, muriendo este último en batalla. Esta, junto a la de Seminara, ocurrida una semana antes y liderada por el español Fernando de Andrade, dieron un giro a la guerra de Nápoles a favor de España.

Pero esta batalla, también dicen, sembró las base de la guerra moderna. Demostró que un ejército era más eficaz luchando en pequeñas unidades, fue la primera vez que la infantería con arcabuces venció a una caballería en campo abierto, Gonzalo creó las coronelías, antecesora de los famosos tercios españoles y fue el inicio de la era de la infantería, que se mantuvo como fuerza principal de cualquier ejercito de Europa durante cuatrocientos años, hasta casi la Gran Guerra.

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